Hace 42 años me diagnosticaron dislexia y lateralidad cruzada, en un momento en que apenas se conocía. Mi etapa escolar fue una carrera de fondo: llena de obstáculos, pero también de aprendizajes que me enseñaron a perseverar y a descubrir mis propias estrategias.

Durante más de 15 años trabajé en el desarrollo de personas dentro de empresas internacionales. Esa experiencia me permitió comprender cómo se potencia el talento y cómo se crean espacios donde las personas pueden brillar.

Cuando descubrí que las organizaciones empezaban a interesarse por el talento disléxico, decidí dar un paso más: aplicar todo lo aprendido a nosotros. Porque la dislexia, muchas veces, nos deja con una idea equivocada de en qué somos buenos. El sistema educativo no está diseñado para quienes pensamos distinto, y eso nos hace creer que no encajamos.

Sin embargo, muchos hemos vivido cómo al llegar a la universidad o al mundo laboral todo cambia: pasamos de las malas notas a demostrar nuestro verdadero potencial.

Hoy acompaño a adultos con dislexia a reconocer sus fortalezas, a alinear su vida con ellas y a transformar la mirada sobre quiénes somos. Porque la dislexia no es un límite, es otra manera de ver el mundo. Cuando aprendemos a reconocerlo, se convierte en una fuente de talento y creatividad. La dislexia fue mi inicio, pero no mi destino.

Junto a mis padres, conseguimos que mi vida tomara el rumbo que yo deseaba. Lo hicimos apoyándonos en las mismas fortalezas que hoy se reconocen como distintivas de los cerebros disléxicos: capacidades que compensan las dificultades y que cada vez más empresas valoran y buscan activamente.